“shjol”, el duelo por la muerte de un hijo
La cultura en su devenir nos regala muestras de haber provocado en nosotros una variación reveladora en el significado de la muerte del hijo. Desde la construcción de relato mítico que hoy toma la historia espartana en la selección del hijo “sano”, los adjetivos que se le adjudicaron denotan la modificación; siendo para nosotros terrible e imposible llevar a cabo tal idea. De hecho, el mencionarla como mito evita la comprensión del carácter real que esta tiene, y nos evidencia una demora de la investidura libidinal puesta al hijo por parte de los padres.
La situación ha cambiado, tras largos procesos que fueron manejados por las arbitrariedades del mundo, tales como enfermedades, desastres naturales, epidemias y carencias de tratamientos adecuados. Quizás haya sido la angustia la que manifestó el cambio, ese punto oscuro en donde se entrecruzan mallas y líneas de una red y a partir del cual irradia todo.
Acaso ¿no es la muerte la muestra de la más brutal de las heridas al narcisismo, la de la finitud?
En su carta a George Sylvester Viereck, Freud expresa “…todavía prefiero la existencia a la extinción…” para luego decir, en los albores de su propia muerte “…podríamos mantener la fantasía de que nuestra muerte proviene de nuestra propia voluntad…”
Es el mismo Freud quien habla de los tres grandes atentados en contra del narcisismo que ha experimentado la humanidad: la revolución copernicana, la teoría de la evolución de las especies y el descubrimiento del inconsciente. Y es probable que estos virajes que tuvieron consecuencias acerca de la interrogación del ser respecto a la existencia, hayan tenido un correlato en relación a las consideraciones sobre la muerte.
Valdría al respecto mencionar dos instancias de los imaginarios de la muerte, acorde a lo planteado por Phliippe Aries en un libro llamado “El hombre frente a la muerte”. En primer lugar y relativo al matiz cultural de la muerte domada, debemos especificar la “muerte propia” con las significaciones relativas a las costumbres, en donde el testamento reemplaza el papel activo del moribundo y el séquito y los servicios fúnebres hacen lo propio con la escena familiar; de la “muerte ajena”, la muerte del otro como escena. En segundo lugar de la muerte despojada, que manifiesta como a partir del siglo XIX, se constituye un imperativo de supresión de la manifestación del duelo, expresión del rechazo de la muerte que hace que se empuje la muerte del duelo al acto de la pérdida vacía. La pérdida de de los velos luctuosos del duelo y sus ritos que son un andamiaje simbólico importante para la tramitación de una pérdida, transforman la muerte en una perdida a secas (la muerte seca).
De todos modos, Freud nos advierte de la imposibilidad de subjetivación de la muerte a la cual se le reserva un lugar estructural, la muerte no tiene representación psíquica y ese lugar queda ocupado por un puro vacío. Así la muerte se constituye por un lado como carente de toda significación, y por el otro toca de cerca toda interrogación acerca del sentido del ser. Es entonces la muerte uno de los nombres de lo imposible y el aparato psíquico solo puede nombrarla como una incertidumbre. Desde allí se justifica la existencia de las ficciones que se interponen como velo frente al vacío, Lacan las articula bajo los términos de la sublimación en la ciencia, la religión y el arte.
Retomando lo fundamental del duelo, será imprescindible determinarlo como un afecto normal, a pesar de su gravedad, que por constructo es siempre singular y que se sabe de antemano que va a ser superado y que no debe ser interrumpido, desviado o perturbado. Se trata de una lucha entre el yo y la realidad, la cual nos muestra que el objeto amado ya no existe y demanda que la libido abandone todo lo que tuvo con él. El sujeto habrá de resistirse entonces, y sobrecargará las representaciones ligadas al objeto. Lo esperable es que triunfe la realidad y se desprenda la libido del objeto, remarcándose que la pérdida es conciente y que el yo se absorbe por el trabajo de elaboración.
En el proceso del duelo siempre hay un recorrido a través de significantes, todo lo que se puede experimentar por la pérdida y lo que puede hacer el sujeto para salir de ese agujero que se le presentifica. En un modo de falla simbólica, en relación a lo que se encuentra en los duelos, pareciera que cuando se pierde algo muy querido, no hay palabras para nombrar lo que se ha perdido (no somos nada…). El dolor está porque no hay palabras que puedan nombrarlo, lo cual es el modo efectivo en que esta falla en lo simbólico se hace presente en el sujeto, poniéndolo frente a la castración, no por la pérdida en si sino por su efecto en el sujeto. La causa del dolor toma lugar en relación con esta ausencia. Y es en este tiempo que se produce una puesta en suspenso de la inexistencia del Otro, donde esta referencia que puede ser el Otro, o el Ser del sujeto mismo se pierde como tal. Una cierta inexistencia toma al ser, Lacan lo llama des-ser. Es una pérdida real del ser, que se hace efectiva en el sujeto frente a la pérdida del Otro.
Es necesario detenerse aquí para poder avanzar al lugar donde tenemos que llegar. Hemos mirado la muerte, el duelo y el dolor sin detenernos en sus especificidades. No hemos nombrado quienes fueron los perdidos y quienes los que perdieron. La lápida no tiene inscripto nombre y apellido…deberemos hacerlo. Llevara la insignia del hijo no nacido…
Dice Aida Roitamn que la diferencia significativa entre la muerte de los padres y la de los hijos radica en que en el primer caso, los padres fueron sepultados de alguna manera antes de su muerte, al ser suplantados por una identificación tras el complejo de Edipo; siendo su duelo anticipado en el periodo de latencia y en la adolescencia. Mencionando claramente que en el hijo es distinto porque no hay perdida previa. El desgarramiento que genera la muerte del hijo supone una pérdida irreparable… y habla del hijo al nacer.
He aquí mi pregunta… ¿y si ese hijo nace con la insignia de la muerte? ¿y si ese hijo muere sin haber nacido?
Si al que ha muerto se lo llama desaparecido ¿cómo llamaremos al que ha muerto sin haber aparecido?
Si la muerte trae un dolor innombrable… qué traerá lo innombrable de lo no visto y lo no oído… que obviamente queda más allá del trauma definido por Freud y por Lacan como siempre referido a lo visto y lo oído. Quizás, al decir de Jacques Miller, tendremos que esperar un Proclos que después de Plotino que entendió a Platón, nos diga cuál es el nombre de este trauma y explique el holocausto del significante (tantos suspiros de Proclos que no fueron…).
Me respondo comprendiendo el decir de Aida nuevamente. El dolor de esa madre es un dolor sordo, porque ese bebé no es un objeto diferenciado de su propio cuerpo que aunque tenga nombre no tiene perfil…quizás el dolor de esa madre sea mudo y lógicamente encarne la pérdida del cuerpo.
Morir dentro o morir apenas sale, sin salida, dejara a la madre sorda y muda… y quizás ciega para no ver el no verse…o para ver que ha parido el duelo.
Dice Eva Giberti, “la muerte de un hijo forma parte de lo que no tiene nombre, de lo que no puede ser nombrado porque excede todos los dolores. No hay nombre que pueda nombrar a esas madres.”
La angustia es un afecto ciego y sin rostro, contiene la llave del deseo humano…
Y desde ese campo de la angustia y la entrada a un laberinto sin una Ariadna que sostenga un hilo, quizás el analista encuentre el modo de enfrentarse a los propios fantasmas… construyendo en el otro la valida significación del Uno.
Surge como puerta abierta al juego de laberintos sin espejos borgianos, la necesidad de un espacio que contenga el dolor sordo, mudo, ciego, inexperiente y innombrable, para unir a aquellas mujeres que esperan el nacimiento de lo muerto.
No lo sé.
Resuenan en mi mente las palabras de Borges y me enredo en la desmesura que delimita lo deseado y lo posible…
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
Es fatigar las largas soledades
Que tejen y destejen este Hades
Y ansiar mi sangre y devorar mi muerte
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
Este el último día de la espera.
ELENA C. CASTRO GONZALEZ